miércoles, 14 de febrero de 2018

MI PUEBLO

Mi pueblo, Aguilar del Alfambra, es, como tantos pueblos turolenses, una margarita  cuasi deshojada por la impaciencia amatoria de la despoblación.

Cada vez que un habitante emprende la atrocidad del último viaje machadiano, su ausencia arranca un pétalo de esa flor ancestral que mantiene la vida (del pueblo) cabizbaja.


El tío Joaquín bajaba «in illo tempore» la rambla infinita de la calle mayor, a bordo de un Citroën destartalado que era, en su nobleza, un sublime RollsRoyce. Los niños, a su paso, acelerábamos el trote de nuestras bicicletas y él nos saludaba con su bocina áurea que era, en su rutina, la rapsodia del corazón. Siempre trabajando, siempre diligente, el tío Joaquín conducía aquel coche y los campos del pueblo ensanchaban la vida.

La vida era un verano y era también, su trigo. Y seis cartas sagradas en las manos sabias, del tío Tomás. Un hombre bueno, rotundo y complaciente que jugaba al guiñote, con alma de tratadista y el humanismo sagrado de las personas que intuyen que todo lo importante cabe en la risa de un bar.

Cuando era pequeño, me gustaba observar con qué entusiasmo ilustre tiraba su carta contundente; era (a su pesar) una institución indiscutida en el arte de arrancarle a los naipes el grial excelso de la felicidad.

«Si quieres aprender a jugar al guiñote (decía mi yayico) mira, calladico, cómo juegan Ramón y Tomás».

Ramón es Di Stéfano, Tomás era Pelé. Y yo un crío bárbaro que no entendía el secreto de ese juego aragonés. Pero aprendí a jugar observando a Tomás (el maestro) escuchando los golpes en la mesa cuando, en un arrastre, el as del contrincante le arrebataba el tres.

«Qué mal juegas, José Antonio» le espetaba a mi padre y luego sonreía, porque era pura alegría, pura luz solariega, pura espiga en la piel. Y así, siempre risueño, tomaba su motoreta eléctrica y salía a los campos o ellos a su mirada cálida en tierra fría.

Nuestro Teruel.


El tío Joaquín y el tío Tomás han tomado la barca de la trascendencia desnudos de equipaje, jamás de estima.

Porque no desaparecen los pétalos del amor que ha arrancado la muerte y yo veré el Citroën aparcado en la fuente y observaré a Tomás (aunque no se lo diga) cuando allí, en su mesa, alguien mueva las cartas donde él ya no esté.

Aguilar del Alfambra, mi aldea turolense, es una margarita cuasi deshojada, pero en mi memoria resplandece ebria de pétalos y de floraciones: todas las personas que ayer estuvieron, hoy permanecen y mañana vendrán.


En la pared nichal del camposanto, dos noches cerradas cantan a la vida y me hacen llorar.

Qué anchas son las despedidas, qué estrecho el atardecer labriego.

El atardecer. Su soledad.


Dani Izquierdo Clavero (Aguilar del Alfambra)

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